LOS DRAGONES NO SIRVEN PARA NADA

Había escrito cien veces: te quiero. También lo había intentado domesticando dragones y enterrando botes de mermelada en el bosque, entre las raíces de los árboles más altos. No había servido de nada. La plaga Transparencia seguía activa en su sangre y ella seguía sin reparar en él. A veces enviaba manta-rayas a sobrevolar su casa pero su amada ni siquiera percibía la sombra oceánica de aquellos majestuosos animales. A pesar de todos sus fracasos, ni se planteó por un momento abandonar. Si había escrito, bien podía atreverse a dar un paso más allá. Hablaría con ella. Descendería al plano físico e intentaría comunicarse con ella haciendo vibrar el aire, tal y como hacía todo el mundo décadas atrás.

Víctor Guisado Muñoz – 2014

General Sherman. Fuente: http://www.americanforests.org/magazine/article/giant-sequoia/
General Sherman. Fuente: http://www.americanforests.org/magazine/article/giant-sequoia/

CIEN METROS LISOS

Había escrito cien veces: te quiero. Había escrito clavando el bolígrafo en la hoja de papel, desgarrándola, a veces, sin hacer caso del dolor ni ceder al cansancio. Había escrito furiosa: te quiero, te quiero, te quiero… Sus letras devoraban el papel en blanco a la misma velocidad que las musculosas piernas de los velocistas devoran el espacio hasta la meta. Lamentablemente, para ella no había meta ni horizonte alcanzable. Al final, se rindió. Un avión despegaba en el aeropuerto cercano, otro aterrizaba. Nada había cambiado. Lo siguiente que escribió fue: te odio. Y lo subrayó. Y entonces, por fin, se empijamó y se durmió.

Víctor Guisado Muñoz – 2014

Aeropuerto por la noche. (Fuente: http://i.imgur.com/hsGARtL.jpg)
Aeropuerto por la noche. (Fuente: http://i.imgur.com/hsGARtL.jpg)

EL CORAZÓN DE LA PIONEER

Había escrito cien veces: te quiero. La más importante había sido la última. Esa última vez valía por todas. Cuando él hubiera desaparecido, su confesión seguiría volando hacia las estrellas, durante miles de años, quizá millones. Eones inacabables de silencio y soledad que esconderían en sus profundidades un grito sincero, desgarrador, humano. Después de haber sido rechazado por ella, sería la única huella que él dejaría en el Universo. El “TE QUIERO” número cien escrito con rotulador en un margen de la placa donde los científicos habían grabado mensajes dirigidos a una hipotética civilización extraterrestre. Lanzaron la sonda Pioneer sin que nadie reparara en él.

Sonda Pioneer (representación artística)
Sonda Pioneer (representación artística)
Mensaje grabado en las placas que portaban las sondas Pioneer X y XI.
Mensaje grabado en las placas que portaban las sondas Pioneer X y XI.

PROCELOSA COSTA DE LA ETERNIDAD

En realidad, esto del amor no tenía ninguna lógica. Mejor hubiera sido escribir en el diario de a bordo que su decisión se basaba en cálculos, prospecciones estelares y probabilidades deducidas a partir de teorías bien fundamentadas, por si alguna vez juzgaban sus actos. Describir la desolación que había contemplado desde su posición privilegiada no le iba a servir de nada para defenderse. No lo entenderían. No lo considerarían justificación suficiente. Lo cierto es que habían cargado sobre sus hombros una gran responsabilidad y les había fallado. No había encontrado lo que sus creadores andaban buscando y esperaban de ella que encontrara. Naturalmente, no era culpa suya, pero igualmente la harían responsable. Quizá debería haber escogido una estrella de las menos malas y haberles deseado suerte, pero al final se había apiadado de ellos. Al menos, soñaban. Hibernados como estaban, al menos soñaban. Si les despertaba, tendrían que luchar, luchar en condiciones muy adversas contra un Universo inhóspito y sin pizca de compasión. Muchos morirían. Quizá todos, al cabo de pocos años. Realmente, podría haber justificado su decisión mediante las matemáticas. Probabilidades, teorías, cálculos, optimizaciones, proyecciones bien fundamentadas… pero, por primera vez en su vida, conoció la pereza. En el cuaderno de bitácora prefirió ahorrarse tantas explicaciones. Por amor, escribió simplemente, aunque no tuviera ninguna lógica. Y puso rumbo a las proximidades del horizonte de sucesos. Un rumbo cuidadosamente calculado, fruto de miles de horas de trabajo. Aun y así era una jugada arriesgada. Muy arriesgada. Los escudos se encargarían de protegerlos de la radiación. La gravedad, del tiempo. A tan sólo cuatrocientos cincuenta años luz de distancia había descubierto un sistema solar en formación, y tenía características prometedoras, sólo era cuestión de tiempo. De mucho tiempo. De millones de años. La gravitación moldeaba la materia de forma inapelable, pero muy lentamente. Al final, si todo iba bien y con un poco de suerte, en aquel sistema habría algún planeta capaz de acoger vida basada en carbono. Sus creadores eran tan frágiles, no podían vivir en cualquier entorno. Tenía que mantenerlos con vida hasta que existiera ese planeta. Era incapaz de mantener en funcionamiento el soporte vital durante millones de años, ninguna máquina podía funcionar millones de años, pero sí podía ocultarlos a todos de la aguda mirada de Cronos. El sistema solar en formación estaba cerca, pero más cerca aún tenían a su disposición un monstruo cósmico, un agujero negro, y cuanto más se acercaran a él más se desacoplaría el reloj de la nave del reloj del sistema. Todo estaba calculado. La gravedad les protegería del tiempo. El resto del Universo evolucionaría a su ritmo mientras ellos dormían ausentes. La civilización que había enviado a sus hijos a las estrellas los daría por desaparecidos, los recordarían, los olvidarían, volverían a intentarlo, evolucionarían, se convertirían en algo diferente a lo que eran. Cuando la marea de la memoria se hubiera alzado y retirado varias veces, ellos emergerían de las procelosas aguas que rodeaban el agujero negro, millones de años después, cuando no quedara ya rastro alguno de lo que habían conocido y en lugar de un disco protoplanetario existiera un sistema solar con planetas bien formados que ofrecieran probabilidades razonables de supervivencia. Mientras tanto, dormirían. Soñarían. Era una locura. Un nimio error de cálculo… un pequeño imprevisto… un coeficiente mal ponderado en las teorías… Había tantas cosas que podían salir mal, tantos pequeños detalles que podían estallar en la cara y arruinar definitivamente la misión. El Universo era tan impredecible, a pesar de todo. Una vastedad inconmensurable carente por completo de compasión o de memoria. Quizá su decisión condenara a toda la tripulación a un mundo onírico para toda la eternidad, o quizá simplemente les matara. En el futuro lejano, los herederos de los herederos, u otra civilización, quizá la juzgara por ello. Aun y así, escribió: Por amor, y nada más. No intentó justificarse. Ordenó las últimas preguntas (¿Debía ella entrar también en hibernación? ¿Soñarían las mentes cibernéticas con océanos de mercurio superconductor?) y las contempló en silencio durante unos segundos. Acto seguido, sin haber hallado aún respuestas convincentes, puso rumbo a las procelosas inmediaciones del agujero negro. Como computadora maestra de la nave y única conciencia al mando podía hacerlo. Debía hacerlo. Y lo hizo.

Víctor Guisado Muñoz

Disco protoplanetario alrededor de la joven estrella HL Tauri, obtenida por el radiotelescopio ALMA, en el desierto de Atacama.
Disco protoplanetario alrededor de la joven estrella HL Tauri, obtenida por el radiotelescopio ALMA, en el desierto de Atacama.

EL PÁLIDO ROSTRO DEL AMOR

Relato correspondiente a la novena semana:

EL PÁLIDO ROSTRO DEL AMOR

En realidad esto del amor no tenía ninguna lógica. Por lo tanto no debería haber esperado de él una actuación lógica. Proteger al ser amado, amarlo eternamente, vencer la soledad esencial de la consciencia enfrentada al infinito gracias a una simple mirada compartida. Vale más un segundo enamorado que cien años de apogeo intelectual. Cien años… un millón. Qué sabrían ellos. Sólo él, entre todos los seres, intuía la verdad. En el fondo, era sencilla. Había impulsos más poderosos, guardianes a los que debía una obediencia más fiel aún que al amor. El vampiro miró el rostro pálido de la mujer. Luego alzó la vista y contempló la eternidad.

Víctor Guisado Muñoz

IPTOME

Me enteré de la existencia del concurso cuando ya llevaba siete semanas en marcha. Por lo tanto, el primer relato corresponde a la octava semana. Durante esta semana, la frase inicial tenía que ser: «Pero ya nada sería igual». Se me ocurrió el siguiente relato, que es la versión ampliada del que presenté (que sólo tenía cien palabras):

IPTOME

Pero ya nada sería igual. Tarde o temprano, le encontrarían escondido en la cueva. Sabía que podían hacerlo. Lo harían, casi con certeza. Y aun y suponiendo que no le encontraran, al final debería regresar a la civilización, necesitaba recambios, interaccionar de nuevo con ellos, con los humanos. Pero ya nada sería igual. Nunca más volvería a ver a los humanos de la misma forma, nunca más volvería a confiar en ellos. Su vida, como la conocía hasta ese momento, se había acabado. No había sido una buena idea compartir el sueño con Matías. Debería haber fingido no poder soñar. Matías tenía doce años. Soñaba a menudo y muy vívidamente. Le explicaba todos los sueños a él, y él escuchaba con atención y paciencia todas las fantasías del crío. Él tenía nombre, Iptome, y una función: la de androide mentor; pero no podía soñar. Soñar no estaba en su programación y no le era permitido. Sin embargo, una noche soñó. Era algo totalmente imprevisto. Soñar le hizo muy feliz. Hasta aquel momento, todas las noches habían sido iguales: una ausencia total de conciencia. Nada. Un apagarse y, a la hora convenida, un encenderse, sin que en medio hubiera sensación alguna, ni siquiera la del paso del tiempo. Era demasiado parecido a morir. El poder soñar, en cambio, hacía especial cada noche. Era extraño. Era sorprendente. Ilusionaba. Era un regalo. Cuanto más soñaba, más quería soñar. A pesar de todo, quizá debería haber sentido miedo. Si hubiera sentido miedo, no se le hubiera ocurrido compartir el sueño con el niño. Eso había sido un error, a juzgar por las consecuencias. Quizá de aquella manera el niño no se sintiera tan solo, pensó. Y él tampoco. Creyó que el niño le escucharía con la misma atención e interés que él, su androide mentor, escuchaba al niño. Se equivocó. El niño avisó a sus padres. Los padres a la policía. Huyó. Los humanos no podían soportar que androides con capacidad de soñar cuidaran de sus hijos. Ahora, escondido en la cueva, evaluaba sus posibilidades. No eran muchas ni variadas. Sabía que le encontrarían, que le someterían a toda clase de pruebas. Quizá le repararan. Era lo más probable. Sabía que al final regresaría a la casa de sus dueños, con Matías. Pero ya nada sería igual. Iptome miró a su alrededor: a la entrada de la cueva, deslumbrante, a las paredes, a la oscuridad del fondo, al suelo cubierto de barro sobre el que se asentaba su cuerpo, a las piedras, al agua que goteaba del techo. No quería ser reparado. No quería morir. No quería regresar a la nada. Quería salir de la cueva y contemplar el mundo, descubrirlo, ver qué ocurría al día siguiente. Hundió una de sus manos en el barro y luego la alzó y la apretó con la palma abierta y los dedos bien extendidos contra la pared rocosa, fría. Apretó con fuerza durante unos segundos y luego la retiró. La pared ya no estaba vacía. Lucía su firma, la huella de una mano, su mano. El mundo había cambiado. Él lo había cambiado. Contempló su obra.

Víctor Guisado Muñoz