Álzate en la superficie de la Luna. Sólo tú ante las estrellas. Sin nave, sin traje, desnudo. Entre la radiación y tu piel no hay protección alguna. Caminas con los pies descalzos. ¿Qué aire respiras? Ninguno, eres como las ballenas: contienes el aliento ante la inmensidad. Tierra llena en el firmamento, iluminada por el Sol, que se pone a tus espaldas. En el desierto no se mueve nada, no hay brizna de hierba ni hay brisa alguna, no hay la más tenue chispa de sonido; sí hay tus huellas, que permanecen en una superficie casi tan antigua como el Sol. El horizonte y luego las estrellas. ¿Por qué sientes que son tu hogar? Erguido en la superficie de la Luna miras a tu alrededor. Buscas el monolito. Pero no hay monolito. El hombre mismo es el monolito.
Después de leer esta nota, escrita en las hojas del árbol que empezó a crecer en su jardín al amanecer de una noche de lágrimas de San Lorenzo, Eduardo Urquiza comprendió dos cosas: primera, las señales en código morse que solía hacer con su linterna mirando a las estrellas cuando era aún más niño de lo que era ahora y pasaba noches enteras en el campo, de excursión con su familia, quizá sí habían sido vistas por alguien, después de todo; segunda, él, muy a pesar de su padre, no iba a estudiar Contabilidad y Finanzas Empresariales.